El poeta consumía
su tiempo ajeno a cualquier inspiración. Transcurría por esa medianía que
algunos llaman vida ajeno ya a la búsqueda del parnaso inmortal. Bebía de vasos
vacíos, comía de campos baldíos y amaba sin pasión convencido que en la
mortalidad de sus días jamás alcanzaría el hito de la consagración.
Dicen que sucedió
de noche. Las cosas buenas siempre pasan una vez cruzado el umbral del ocaso.
Quizás solo anochecía, más no es importante el cuándo, ni el cómo, ni tan solo
el por qué. Ya perdida la esperanza y aguardando solo abandonar el devenir sin
insistencia, como tantos antes que él fracasaron en eso que es llamado
existencia, el poeta tropezó por azar con la más preciosa inspiración.
Tres fueron las
musas que llevadas a su presencia por el cruel destino o la divina casualidad,
marcaron a partir de aquella sagrada nocturnidad su existencia. Tres estrellas,
tres presentes paradisíacos, tres excelsas convicciones, tan distantes entre
ellas que las tres eran una maravilla y por separado ninguna perdía el mágico
encanto.
La primera de ellas emanaba un calor distante
del de los infiernos por la simple presencia de un ser de tan divina forma que
no se comprendía que la vida pudiera ser llamada vida antes de conocerla.
Correcta en sus formas y en su proceder, tan solo la bondad y la más legítima
autoridad podía definir su actuar, porque era tan delicada como bondadosa. Era
la bondad convertida en sentimiento que origina sufrimiento.
La segunda de
ellas, de tacto gélido y despiadado, tan solo podía evocar a la perfección de
los cielos. Legitima en su proceder, pero de distinto hálito cálido, solo podía
intentar comprender sus actos el loco que entendiera a los dioses, porque ella
era divinidad en la tierra como Dios lo es en los cielos. Justa a cualquier
precio, sus caminos eran inescrutables. Suprema crueldad que convertía en
felicidad lo imposible.
La tercera de
ellas, era tenue y mortal. Frágil y bella cual rosa más bella del jardín del
edén, su voz solo evocaba poesía y su tacto servía placeres que solo el más
contumaz pecador podría esperar robar a los dioses que en sus palacios
celestiales debían soñar con merecer su presencia. Si amar es pecado, ella era
el pecado más soñado. Un sueño en sí misma, pura poesía.
Las tres musas
alternaban su presencia en la misma visión celestial que solo el tiempo
intercalaba, no sabiendo nunca el poeta de cual bebía, pero queriendo beber al
mismo tiempo de las tres. Loco, renunció a la razón por el sentimiento y logro,
a pesar de la incomprensión del mundo conseguir alcanzar las migajas que las
musas, santísima trinidad tres en una y una en tres, dejaban a su corazón
otrora ignorado. Y eso alimento su ser y le convirtió en él. Creaba porque
sentía y sentía porque creía, pero ¿que sentía?
Incomprendido,
algunos tachaban su aflicción por locura, otros por malévola obsesión, cuando
no era más que sincera adoración. No necesitaba más alimento que su visión, más
líquido que su aroma ni más paz que la de su visión. Si una palabra resumía lo
que sentía era simple y pura pasión. Una pasión incomprendida hasta para sí
mismo.
Cuentan que
ocurrió una noche. Las cosas malas suceden cuando el astro rey permanece
ausente y la luna solo evoca su resplandor engañando con un reflejo digno del
más pulido espejo. Sucedió que el poeta embriagado por el brillo de sus musas
quiso apurar la copa de su sensación. Una copa reservada a paladares elevados
del cual él solo se embriagaba con las pocas gotas que se vertían sobre su
existencia.
No contento con
disfrutar de los placeres a los que tenía acceso quiso ser como el hijo de
Dédalo y volar más hasta la más brillante estrella del firmamento. Misma suerte
corrió nuestro rapsoda que el primogénito del sabio y al alzar los dedos para
con sus labios lograr alcanzar siquiera la sombra de su inspiración, cayó en la
más mísera muerte: el olvido.
Por qué no hay
para autor que se precie, loco, enamorado o simplemente inspirado mayor muerte
que el olvido de su pasión. Sírvase el poeta de las palabras para cantar las
alabanzas de su divina inspiración. Piérdase su razón si, como ocurrió a
nuestro bardo una vez raptado por la divina presencia de su santísima trinidad,
por exceso de ambición solo logras trocar por vacío la suprema presencia que
guía tu existir, quedando en el viento el susurro de sus risas y el aroma de su
añorada presencia.
Resulta solo la
muerte consuelo ante su ausencia y la esperanza potro de tortura para el alma y
el corazón. ¿Qué es la vida del poeta sin su suprema inspiración?, ¿dónde
quedan sus palabras sin poder ensalzar la excelsa existencia ausente? Triste
existencia, amargo elixir de vida y añoranza eterna. Queda el transcurrir de
los días apelando a la piedad de las gracias de la inspiración o al lento
olvido.
No hay vida en el
recuerdo, ni siquiera sueños.
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