dijous, 20 de desembre del 2012

Vida y sueño.


El poeta consumía su tiempo ajeno a cualquier inspiración. Transcurría por esa medianía que algunos llaman vida ajeno ya a la búsqueda del parnaso inmortal. Bebía de vasos vacíos, comía de campos baldíos y amaba sin pasión convencido que en la mortalidad de sus días jamás alcanzaría el hito de la consagración.

Dicen que sucedió de noche. Las cosas buenas siempre pasan una vez cruzado el umbral del ocaso. Quizás solo anochecía, más no es importante el cuándo, ni el cómo, ni tan solo el por qué. Ya perdida la esperanza y aguardando solo abandonar el devenir sin insistencia, como tantos antes que él fracasaron en eso que es llamado existencia, el poeta tropezó por azar con la más preciosa inspiración.

Tres fueron las musas que llevadas a su presencia por el cruel destino o la divina casualidad, marcaron a partir de aquella sagrada nocturnidad su existencia. Tres estrellas, tres presentes paradisíacos, tres excelsas convicciones, tan distantes entre ellas que las tres eran una maravilla y por separado ninguna perdía el mágico encanto.

 La primera de ellas emanaba un calor distante del de los infiernos por la simple presencia de un ser de tan divina forma que no se comprendía que la vida pudiera ser llamada vida antes de conocerla. Correcta en sus formas y en su proceder, tan solo la bondad y la más legítima autoridad podía definir su actuar, porque era tan delicada como bondadosa. Era la bondad convertida en sentimiento que origina sufrimiento.

La segunda de ellas, de tacto gélido y despiadado, tan solo podía evocar a la perfección de los cielos. Legitima en su proceder, pero de distinto hálito cálido, solo podía intentar comprender sus actos el loco que entendiera a los dioses, porque ella era divinidad en la tierra como Dios lo es en los cielos. Justa a cualquier precio, sus caminos eran inescrutables. Suprema crueldad que convertía en felicidad lo imposible.

La tercera de ellas, era tenue y mortal. Frágil y bella cual rosa más bella del jardín del edén, su voz solo evocaba poesía y su tacto servía placeres que solo el más contumaz pecador podría esperar robar a los dioses que en sus palacios celestiales debían soñar con merecer su presencia. Si amar es pecado, ella era el pecado más soñado. Un sueño en sí misma, pura poesía.

Las tres musas alternaban su presencia en la misma visión celestial que solo el tiempo intercalaba, no sabiendo nunca el poeta de cual bebía, pero queriendo beber al mismo tiempo de las tres. Loco, renunció a la razón por el sentimiento y logro, a pesar de la incomprensión del mundo conseguir alcanzar las migajas que las musas, santísima trinidad tres en una y una en tres, dejaban a su corazón otrora ignorado. Y eso alimento su ser y le convirtió en él. Creaba porque sentía y sentía porque creía, pero ¿que sentía?

Incomprendido, algunos tachaban su aflicción por locura, otros por malévola obsesión, cuando no era más que sincera adoración. No necesitaba más alimento que su visión, más líquido que su aroma ni más paz que la de su visión. Si una palabra resumía lo que sentía era simple y pura pasión. Una pasión incomprendida hasta para sí mismo.
Cuentan que ocurrió una noche. Las cosas malas suceden cuando el astro rey permanece ausente y la luna solo evoca su resplandor engañando con un reflejo digno del más pulido espejo. Sucedió que el poeta embriagado por el brillo de sus musas quiso apurar la copa de su sensación. Una copa reservada a paladares elevados del cual él solo se embriagaba con las pocas gotas que se vertían sobre su existencia.

No contento con disfrutar de los placeres a los que tenía acceso quiso ser como el hijo de Dédalo y volar más hasta la más brillante estrella del firmamento. Misma suerte corrió nuestro rapsoda que el primogénito del sabio y al alzar los dedos para con sus labios lograr alcanzar siquiera la sombra de su inspiración, cayó en la más mísera muerte: el olvido.

Por qué no hay para autor que se precie, loco, enamorado o simplemente inspirado mayor muerte que el olvido de su pasión. Sírvase el poeta de las palabras para cantar las alabanzas de su divina inspiración. Piérdase su razón si, como ocurrió a nuestro bardo una vez raptado por la divina presencia de su santísima trinidad, por exceso de ambición solo logras trocar por vacío la suprema presencia que guía tu existir, quedando en el viento el susurro de sus risas y el aroma de su añorada presencia.

Resulta solo la muerte consuelo ante su ausencia y la esperanza potro de tortura para el alma y el corazón. ¿Qué es la vida del poeta sin su suprema inspiración?, ¿dónde quedan sus palabras sin poder ensalzar la excelsa existencia ausente? Triste existencia, amargo elixir de vida y añoranza eterna. Queda el transcurrir de los días apelando a la piedad de las gracias de la inspiración o al lento olvido.

No hay vida en el recuerdo, ni siquiera sueños.

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