Lucio Varo era un importante hacendado romano. Poseía
una de las mayores fortunas de la ciudad aunque carecía a pesar de su riqueza
de un origen ilustre. Propietario de varias haciendas y de un gran nombre de
esclavos, era además una creciente figura pública a pesar del lastre de la
falta de unos antepasados propicios. Se divorció de su segunda esposa por no proporcionarle
un heredero varón que diera renombre a su casa. Aprovechó para buscar un mejor
matrimonio, mucho más noble que le permitiera medrar hasta las más altas instancias
de la magistratura romana. Siendo un hombre de poco atractivo y aún más escasa
moral, los escrúpulos de la cerrada clase senatorial romana no le impidieron casarse
con una de las mujeres más bellas y queridas de la ciudad: la joven Lucila. La
familia de la joven, de ilustre linaje estaba arruinada y su padre se había
decidido a venderla para, con el dinero de su futuro esposo pagar la carrera pública
de su primogénito. Lucila había estado prometida con el hijo de un rico liberto,
un amor de juventud. Este liberto, experto administrador, decidió enviar a su
hijo lejos con el doble fin de no estorbar a los planes de boda de Lucio, con
quien tenia importantes negocios y protegerlo del mismo. El padre del joven había
tenido que acceder por el bien de su hijo, evitándole así la felicidad anhelada,
pero no evitó que Lucio utilizara a sus secuaces para arruinarle y quedarse con
su negocio. Lucio no habría dudado en matarlo si hubiera adivinado los
sentimientos del muchacho hacia su esposa. Nadie disfrutaba de lo que
pertenecía a Lucio Varo.
Varios años después Lucio se encontró enfermo por
primera vez en mucho tiempo. Quizás la vejez, ya que tenia al menos veinte años
más que su esposa, se apoderaba de él. Ninguno de los sacerdotes habituales
encontraba remedio a sus males. Un amigo le recomendó los servicios de un joven
galeno recién llegado a la ciudad desde Alejandría. El alejandrino constaba
como un gran medico que se había ganado su fama auxiliando a uno de los
cónsules salientes en sus campañas asiáticas, cuando le aquejó una misteriosa
fiebre. Cuando todos le daban por muerto, el joven de viaje casualmente por la
zona donde acampaban las legiones coincidió en una taberna con unos centuriones
que comentaban la mala fortuna de su comandante, achacándola a unos malos
exvotos antes de la partida de Roma. El joven, decidido a labrarse un porvenir
no dudó en ganarse la confianza de los centuriones con ánforas de buen vino y
consiguió presentarse ante el legado de la legión.
Desahuciado ya el cónsul, al legado no le importó
que un nuevo medico intentará triunfar donde otros habían fracasado. Ante su
perplejidad a los pocos días el cónsul recuperó plenamente sus fuerzas. El
joven medico, que respondía al nombre de Athan consiguió su favor y el del
legado para siempre. Conocida esta historia en todas las tabernas, cofradías y
burdeles de la ciudad por lo inaudito del caso, no eran pocos los senadores que
requerían sus servicios. Lucio accedió presuroso debido al estado de gestación
de su esposa, embarazada de tres meses tras no pocos intentos durante su
matrimonio. Lucio estaba contento ya que parecía próxima la llegada de su
heredero y no estaba dispuesto que una enfermedad le impidiera lograr su
objetivo de establecerse entre las familias más influyentes del estado con un
nuevo linaje. Poco le importaba la falta de afecto de su esposa, ya que aunque
sospechaba que ella impedía con males artes la descendencia, por fin su
simiente había arraigado en ella. Pero no era la familia la prioridad de Lucio.
Conocedor de las aficiones por los efebos de su cuñado, no dudo en situar en su
cama a los eslavos indicados no solo para evitar la carrera pública prometida
como pago por su esposa, si no para recuperar todo el dinero invertido en la
familia de su esposa. Así pues, su suegro no había dudado en suicidarse al
saber que no solo había perdido a su amada hija, si no todo el futuro de su
linaje. La avaricia de Lucio, solo superada por su crueldad, había conseguido
arruinar la vida y las esperanzas de juventud de su bella esposa. El temor a su
esposo y a su crueldad aumentaba la sensación de soledad que la envolvía a cada
día que pasaba, a pesar de su estado de gestación. El trato con el servicio,
siempre reservado gracias a los usos de su marido, solo la aislaba más. Lucio solía
despellejar esclavos por placer cuando algo lo alteraba. No podía hacer si no
sonreírle si no quería sentirse culpable de su suerte.
Lucio llegó a la consulta del medico de buena
mañana. No le hacia gracia tener que desplazarse al domicilio del galeno en
lugar de recibirlo en su casa, pero era una de las extrañas demandas que el
joven alejandrino había exigido para atender su caso. La citada consulta se
situaba en el populoso barrio del Subura. El galeno, avisado por un sirviente de
la llegada del importante paciente, acudió a su encuentro a la entrada de su
morada, en la planta baja de una ínsula de lo más común. Lucio no podía
comprender como un hombre a lomos de la fortuna como aquel galeno, al menos
temporalmente favorecido por los gustos del senado, podía preferir aquella
morada en lugar de una exclusiva villa de las que sin duda la tarifa por sus
servicios podía proporcionarle. Debía formar parte de la puesta en escena del
medico. No dudaba que detrás de sus acciones, al igual que las de cualquier
vulgar curandero o sacerdote, no existía ni dios ni ciencia, si no solo una
actuación teatral.
La consulta del galeno era una sala amplia y limpia,
más de lo que el barrio promediaba. Le invitó a tumbarse en una litera mientras
iniciaba su análisis mediante un interrogatorio sobre usos, hábitos y gustos.
Insistió el galeno en la importancia de la sinceridad del paciente para conocer
exactamente el mal que le aquejaba, ante lo cual Lucio accedió, tras asegurarse
que todo quedaría en el anonimato. No se arrendó el medico ante las confesiones
del oligarca para su sorpresa, por lo que dedujo que acostumbrado a los
caprichos de monarcas bárbaros y orientales, no debía ser para tanto las
aficiones que tanto censuraba la hipócrita sociedad romana. Tras examinar sus
humores, decidió un tratamiento a base de infusiones de cierta hierba
proveniente del norte de Britania, de la cual le proporcionaría suficiente
cantidad de su propia botica en cuanto enviara un esclavo a recogerla. Lucio
recuperó a los pocos días de iniciar el tratamiento aquel vigor perdido en el
tiempo de la juventud y no dudó en nombrarlo su galeno personal y el de su
esposa. Ante la sorpresa de la ciudad entera, el alejandrino aceptó un
ofrecimiento que había rechazado antes de mucho más importantes familias
senatoriales. Lucio amaba más aun su vida que su dinero y no dudo en
recompensar al galeno con una importante suma ante la victoria social que le
proporciono su decisión. Se comentaba en los mentideros capitolinos que las
promesas echas al medico constituían una oferta que nadie podía rechazar.
El joven galeno levantaba pasiones por donde pasaba.
No eran pocas las matronas de la ciudad que, azuzadas por las apuestas contra
rivales, intentaban conseguir sus favores como si de un gladiador se tratara.
No obstante, esté afirmaba pertenecer a una rara escuela filosófica de origen
griego que apostaba por la castidad para cumplir con sus tareas y agradar a los
dioses. Esto agradaba a Lucio, que veía en la castidad del galeno una vara de
medir para su propio vigor recobrado. No fueron pocas las esclavas que
cumplieron con sus más obscenas fantasías mientras el estado de gestación de su
esposa avanzaba correctamente, bajo la supervisión del alejandrino. A los pocos
meses, Lucila dio a luz a un varón, con lo que la dicha fue ya completa. El
niño era bello, sin duda influencia directa de la madre. La belleza del bebe,
propagada a los cuatro vientos por cuanta visita era recibida en su domicilio
no hacia más que aumentar el prestigio social de Lucio. Un hijo sano y fuerte de
ilustres orígenes reforzaba su posición, ya que tenía la vista fija en el
consulado para el año siguiente.
La fortuna le era propicia. Su riqueza no paraba de
medrar gracias a los envíos navales de sustanciosas especies que solo sus
agentes conseguían en el lejano oriente y tenía por fin un heredero que
perpetuaría su linaje tras la victoria de su candidatura al consulado fomentada
en su recobrado vigor juvenil, su crueldad y su dinero. Pero el día que debía
presentar su candidatura en las elecciones ante la plebe, un vomito de sangre
le despertó en su lecho entre algunas convulsiones. Avisado de urgencia el
joven galeno, reviso el vomito así como el estado del candidato. Una vez
recuperado y mientras el galeno realizaba su diagnostico, el candidato se dirigió
a la asamblea donde recogió los frutos del dinero invertido, siendo el
candidato más votado. La celebración se prolongo en su casa, donde entre
invitados y con la presencia de su esposa agasajando a las visitas se escancio
vino y alimentos con desmesura. No obstante, el joven galeno pidió audiencia
privada con su benefactor, ante la incredulidad general. Lucio había casi
olvidado el suceso de la mañana, y le denegó la audiencia en un principio,
conminándolo a visitarlo al día siguiente pero el medico insistió. Este le
recibió finalmente en su despacho privado, acompañado de su secretario y su
esclavo personal, que sujetaba una vasija por si a su embriagado señor le
entraba el vomito. Tras algunas dudas sobre como dar la noticia, el galeno le
dijo al romano que le quedaban pocas lunas de vida, tres a lo sumo, pues un
gran mal había en su interior. El impacto de la noticia fue brutal. Presa de la
ira mandó despedir a todos los invitados y maltrato a su esposa en público
cuando le recrimino que era un mal augurio para empezar su magistratura ceder a
los envites de Baco, llegando a golpearla ante la sorpresa general. Los pocos escrúpulos
de Lucio habían terminado con la noticia de su inminente muerte. Amaba más su
vida que nada y ahora tocando el éxito con la punta de los dedos, estaba a
punto de perderla.
Cegado decidió llevar a cabo sus pasiones más ocultes
aprovechándose de la inmunidad que le otorgaba su magistratura. No tenía ya
noción de lo correcto o lo incorrecto, ni siquiera socialmente. Las orgías y
las torturas en su domicilio se consumaban a todas horas, ante el escándalo de
los más notables de la ciudad. Uno de ellos, perteneciente a su círculo
político más cercano intentó conseguir que depusiera su actitud avisándole que provocaría
revueltas. Solo permitió que renunciara a mantener a su familia cerca cuando su
hijo enfermo por culpa de los abundantes cadáveres, según confirmo el galeno.
Este era una de las pocas voces a las que aún atendía, esperando que encontrara
un remedio para su mal con las investigaciones que le estaba sufragando. Cuando
el galeno le indicó que debía estar lejos de un ambiente urbano para proseguir
con su investigación, que iba por buen camino, envío a su esposa y a su hijo a una
hacienda lejana junto con él para que cuidara de ellos y le salvara. Sus
remedios parecían haber mitigado su mal y darle una prologa, necesaria hasta su
completa sanación. Los brebajes que le proporcionaba el medico enturbiaban su
mente, pero no su vigor, por lo que sus instintos se volcaban sobre su entorno
con inusitada furia. Él quedo en Roma y gasto grandes sumas de dinero en
fiestas, orgías y muchas perversiones escabrosas: necrofilia, canibalismo,
pedofilia, animalismo…no había limites para lo que se vivía entre los muros de
la residencia del primer cónsul de la ciudad para espanto de sus conciudadanos.
No tenía límites de ningún tipo, fornicaba con muchachos que secuestraba en la
calle, con muchachas, mataba a quien le parecía, sobornando a quien hiciera
falta o con las presiones de sus lictores, que recibían cuantiosas pagas por su
silencio y servicios. Lo que llevó a que su fortuna empezara a menguar. Además
un par de barcos en los que había invertido desparecieron en cerca de Massilia
y el hambre mató a muchos de sus esclavos. Pidió dinero a prestamistas de
dudosa reputación, a intereses desorbitados. Puesto que moriría pronto, no
seria su problema pagar las deudas, por lo que seguía con su ritmo de vida.
Pasaron tres lunas y su salud no daba muestras de
empeorar más allá de pagar los excesos cometidos entre orgías y banquetes,
abusos y violaciones. Pese a seguir las indicaciones del alejandrino, que le
seguía mandando nuevos brebajes que seguían liberando su lado más salvaje
mientras le prolongaba la vida. Un favor de los dioses que acarreaba
consecuencias: sus cada vez más numerosos acreedores enviaron sus demandas al
tribunal de cuentas y la plebe empezaba rebelarse contra los abusos cometidos
sobre todos los estamentos sociales. La gota que colmó el vaso de la paciencia
de la plebe fue como sin importarle una de las más arraigadas tradiciones
locales sáquelo las dádivas de los templos para conseguir contentar a sus
deudores. La furia de la plebe se tornaba más impetuosa con cada nueva
fechoría, puesto que no menguaba el ritmo de Lucio ni con los problemas
económicos. Parecía estar maldito.
Athan tuvo que cruzar toda la ciudad para dirigirse
a la villa de Lucio. Llegó cuando la plebe furiosa empezaba a concentrarse en
las inmediaciones de la muralla, en la puerta donde la vía que se dirigía a la
fortificada villa de Lucio en las afueras de la ciudad presagiaba con su paz
que se aproximaba la tempestad. Le encontró en su estudio obeso y demacrado por
los excesos, consumido. El miedo le había sustraído el vigor y debido a sus
numerosos excesos sus sirvientes habían terminado por abandonarle. Solo quedaba
Athan, su medico alejandrino y en quien había confiado su vida y la de su hijo.
No temía perder su dignidad a manos de sus acreedores, pero si en este momento
de lucidez privado del vino y del suministro de vapores que le proporcionaban
sus sirvientes evadido, temía por el linaje que pretendía instaurar. El
alejandrino le miró evaluando a su interlocutor, un cadáver andante más por su
tren de vida que por su grave enfermedad, y estalló en una sonora carcajada que
inundo el desierto edificio, ante el desconcierto de Lucio. Furioso y atónito
ante la risa del galeno, le preguntó si también él había perdido el juicio y el
favor de los dioses o había encontrado el remedio a sus males, y por ello reía.
El alejandrino le miro con orgullo, con ira y dijo
que era tiempo de cobrar su deuda. Él le había robado a su amada. Había
engañado al padre de su amada. Había forzado a su padre a enviarlo lejos, a Alejandría,
donde estudio medicina y le había arruinado, privándolo de sus negocios. Él había
vuelto a cobrarse venganza, pues el tiempo era su aliado y la paciencia era una
virtud que requería de él. Había vivido los últimos meses con su amada y su
hijo. Un hijo de su misma sangre concebido con el rencuentro de la pareja
varios meses antes de que enfermará. Habían vivido estos meses como una feliz
familia en la villa que pronto pasaría a la viuda que no tardaría en desposar.
Habían comprado a su padre al latifundista que le había comprado cuando
perseguido por las deudas provocadas por los agentes de Lucio, se había vuelto
a convertir en esclavo. Él se encargaría de gestionar la fortuna de su nieto,
la fortuna que Lucio había pagado al medico por sus servicios. No tendrían
problemas económicos y todo había sido un engaño que había funcionado gracias
al ansia de poder de Lucio. Sorprendido e incrédulo, asimilando la confesión
preguntó si su enfermedad también era un engaño. El galeno le respondió: “¿enfermedad
decís? Yo predije que morirías en tres meses, no que os mataría una enfermedad.
“
Salió de la villa mientras la turba furiosa entraba
por las puertas buscando acabar con el demonio. Así lo llamaban los que meses
antes le habían aclamado pagados por su dinero. Habían decidido castigar sus
crímenes. Derrotado y burlado, le encontraron en el suelo de su despacho, sobre
un mosaico que le mostraba como inmortal hijo de Júpiter para la eternidad. En un
acto que los historiadores considerarían honorable para un romano intentó
quitarse la vida con su espada, pero no dejaba de ser un cobarde y había
fallado el golpe. La plebe no fallaría.