dimarts, 28 de juny del 2011

Despertar.

Ruido. Silencio. Oscuridad. Esas son las primeras sensaciones que recordé cuando volví en mí. Pero la paz que me embargaba no tardo en disiparse y el silencio se torno dolor de cabeza. Y la oscuridad, frío. No es que la temida por desconocida oscuridad se hubiera tornado helada sensación repentinamente. Hacia realmente frío mientras yacía a oscuras. Poco a poco mi mente volvía en si.
Tarde un poco aún en abrir los ojos. Cuando mis parpados abiertos se acostumbraron a la oscuridad, seguí sin ver nada. De echo aun no los había conseguido abrir, solo creía haberlo echo. La oscuridad lo inundaba todo, pero ese todo me resultaba muy familiar, aunque parecía distinto. El lecho, el tacto, los olores ¡esos olores! No podían proceder de un lugar que no fuera mi habitación.
Intenté despertarme, pero me di cuenta que ya estaba despierto. El frío adormecía mis músculos, que permanecían desnudos sobre mis sabanas habituales color vino. No recordaba como había llegado a este estado, desnudo en mi propia habitación.
Abrí el armario con intención de vestirme. Algo salio del armario repentinamente y me golpeo mientras se escabullía hacia el pasillo. Aun entumecido, apenas note como salía de mi habitación molestamente el gato de mi madre, que había vuelto a dormir sobre mis playeras en lugar de en su cuna, dejándolo todo lleno de pelos.
Me dispuse a vestirme, recordando que nos encontrábamos a finales de julio, aunque por el frío que sentían mis músculos quizás pudiera pensar que estábamos en pleno invierno. Tome un short y una playera sin muestras de pelos felinos y me dispuse a salir. Una intensa luz cegadora lo cubrió todo al abrir la puerta, obligándome a protegerme los ojos con mis manos. Había olvidado que estaba a oscuras.
Al pasar por el pasillo junto a la puerta de mis padres diviso como un cuerpo permanece tranquilo, ajeno al despertar del mundo sobre la cama, cubierto con una sabana pastel. Mi madre como todos los sábados alarga la jornada de descanso hasta bien avanzada la mañana. Entre semana pasa las mañanas de compras y almorzando en el gimnasio con sus amigas, pero el fin de semana es harina de otro costal. Pasara así hasta casi mediodía reposando como si se encontrara en una tumba, nada seria capaz de despertarla.
Dejando de lado la habitación de mi hermana pequeña, baje por la escalera pasando por la puerta de la buhardilla que mi padre tenia habilitada como despacho. Una sombra sentada al ordenador de espaldas a la escalera me alerto. Sin duda mi padre se había quedado dormido otra vez en su sillón preferido en vez de ir a dormir junto a mi madre. Desde que los negocios familiares habían empezado a ir mal mi padre pasaba más tiempo en el despacho y también se notaba en su carácter, mucho más reservado. Pero era su padre, si alguien podía salir adelante era él, que había cuidado de ellos desde siempre.
Pase por la cocina, pero no había nadie. Recordé como el día antes mi madre había despedido a la asistenta por sus continuas quejas. Bueno, le tocaría dormir menos y hacer el desayuno hasta contratar a una nueva asistenta. Una lastima, cocinaba muy bien María.
Salí a la calle dispuesto a correr. Debía ser muy joven el día por que el frío aun atenazaba mis músculos, pero no era muy distinto del resto de días cuando salía a correr muy temprano. Con mis 17 años sigo pensando, y creo que no me equivoco, que la mejor manera de pasar de la borrachera a la conciencia es sudar lo bebido. Ya dormiría después mucho mas relajado y limpio.
Extrañamente me sentía ligero y un tanto desnudo al dar los primeros pasos. Normalmente eran los que más me costaban, con el cuerpo aun encogido por los excesos de la noche anterior. Nadie parecía reparar en mi, ni tan siquiera el perro del vecino, que liberado de su cadena habitual vagaba por la calle suelto y con el que estuve a punto de tropezar. Salio asustado al más ligero contacto y apenas lo note. Pase los primero quince minutos corriendo fresco y ligero, en plena forma. En ese momento la vi. Corría hacia mi como cada día que nos cruzábamos, bella, ligera y tentadora en sus formas. Una flor que alegraba todas mis mañanas de la misma forma que el sol ilumina las noches. Se llamaba Sonia.
Tenia apenas unos meses menos que yo y vivía a pocas calles. Hacia seis meses que nos habíamos cruzado por primera vez haciendo jogging. Tras la indiferencia vinieron las primeras miradas. Después empezaron los pequeños saludos, siempre esperando algo más, deseándolo. Aún recordaba la primera vez que la vi sin estar corriendo, en el instituto. O cuando hace apenas unas semanas coincidimos en un local de moda un sábado. Por fin habíamos hablado, habíamos reído y había conocido su nombre. Había sido nuestro comienzo. Parecía que a ella le gustaba y yo me moría por ella. Ahora recordaba, antes de cruzarnos, como la había visto la noche anterior, con la misma mirada, la misma sonrisa que asfixiaba mi corazón. Y no recordaba haber estado con ella la noche anterior. ¡Maldito alcohol!
Me dispuse con la mejor sonrisa a recibirla, contento y feliz de volver a verla. Pero ella no detuvo su marcha y continúo su camino, aumentando incluso su ritmo con cierto desasosiego. No recordaba sobre que habíamos hablado la noche anterior, y cierta zozobra empezó a embargarme. ¿Que había echo? ¿Habría podido la desinhibición a los modales? Quizás me había pasado, y quizás no había sido la mejor de sus actuaciones, pero no recordaba nada. Y quizás, no había pasado nada.
Continúe mi marcha preocupado, sintiendo aun más el frío de la soledad en mi camino, sin duda producto del desaire de mi amada. Notaba que algo me faltaba mientras aumentaba el ritmo de mis pasos, buscando el calor que no conseguía ni tan siquiera concebir. Los rostros de paseantes anónimos o conocidos iban pasando mientras dirigía mis pasos de nuevo al hogar, terminando mi sesión deportiva. Durante mi carrera mas de una vez estuve a punto de tropezar con alguno de mis compañeros de marcha, pero como si no se percataran de mi presencia ni una disculpa broto de sus labios a pesar de esquivar el choque por lo mínimo. Tan solo cuando ya enfilaba la avenida que le llevaría a su domicilio, y tras pasar inadvertido y frío junto a muchos de los corredores y viandantes que encontraba en su camino, un ser vivo noto su presencia. A pesar del calido sol que iluminaba la mañana, el frío atenazaba sus músculos cuando un gato negro se cruzo en mi camino. A pesar del mal agüero que esto significaba para alguien supersticioso, y yo no lo era, fue un alivio notar que alguien, aunque fuera un felino, reparaba en mi presencia. No obstante el animal, grande, sucio y callejero resulto un tanto agresivo y hostil a su paso, quizás por sentir amenazante el ritmo de mis pasos, y maúllo asustado a mi paso.
Pero al acercarme al hogar, algo cambio. La vía estaba inundada de vehículos policiales, ambulancias y furgonetas que vomitaban cámaras y periodistas sobre el asfalto. Un cordón policial parecía contener a la multitud compuesta de vecinos, curiosos y paseantes. Se acerco inquieto por la multitud i divisó justo en el otro lado de la calle a Sonia junto a un policía que intentaba calmar sus lloros y una especie de ataque de pánico. Intento acercarse, pero nadie reparaba en sus esfuerzos ni notaba su presencia. Otro agente daba unas declaraciones a una cámara de la televisión local cerca de donde se encontraba:
-es horrible- la mirada era realmente aterradora- están todos muertos.
-¿que puede decirnos del homicida?
-se ha suicidado-sentencio el agente-Justo después de asfixiar a la pequeña se ha pegado un tiro.
Entonces lo vi. La entrada a mi casa parecía un avispero donde policías y encargados del deposito entraban y salían mientras varios vehículos fúnebres aguardaban donde su padre solía aparcar su camioneta. Grité como solo se puede gritar ante el mayor de los horrores, en silencio. Salí directo hacia la casa sin reparar ni escuchar gritos de los agentes para que detuviera mis pasos o me identificara. Vi en el despacho el cuerpo de mi padre sobre su asiento, con la cabeza abierta por donde había salido el tiro que se había propinado, angustiado y acorralado por las deudas. Subí por las escaleras y me asome al cuarto donde mi hermana pequeña reposaba fría, cubierta por una sabana, con la almohada que la había asfixiado en el suelo. Vi a mi madre fría, muerta a manos de mi propio padre, asfixiada con el cordón de seda de su bata sobre sus sabanas color beige, y escuche como preguntaban al policía científico si habían terminado con el cuarto cuerpo. Angustiado, me asome temeroso a la puerta de mi cuarto, y allí vi el cuerpo de un joven, en pijama, con el rostro aun bajo la almohada que había terminado con su vida. Y tomé conciencia por primera y última vez que no había existido el despertar de aquel día. Mejor dicho, tan solo había existido en espíritu.