Fue una gran metedura de pata. Lo valiente habría sido solucionarlo en aquel mismo momento, por que medios los había, pero una vez más fui un cobarde, y ahora no tenia remedio. Ella lo entendería, pensaba mientras intentaba convencerme a mismo de que con el tiempo, me perdonaría. Lejanas quedaban aquellas noches de verano, juntos junto al mar en la más absoluta soledad acompañados por la luz de las estrellas y el rugir de las olas y las multitudes beodas.
Tan solo habían pasado unos meses, un tiempo en que habría bastado una palabra, o un gesto para evitar el desastre, pero ahora era demasiado tarde. El tiempo había pasado, y mil y una veces me había parado ante el espejo, y mirándolo fijamente había pensado en decírselo, pero el valor se diluía al acercarme y las palabras dignas y firmes se tornaban simples saludos y balbuceos que siempre se malentendían.
Ella lo entendería me repetía. Sabría que no era verdad. Que solo mi cobardía me había llevado a mi situación actual, a mi condena. Bueno, espero que pudiera amar a un cobarde. Durante muchos años mi falta de gallardía me había impedido plantearme la pregunta más básica de todas, ¿era realmente lo que quería? Pero el tiempo había pasado, y al nunca hacerme la pregunta, jamás había obtenido la respuesta. Ni tan siquiera cuando la encontré ya crecido, mayor, había tenido valor de sincerarme y afrontar las consecuencias. Fui un mezquino hipócrita queriéndolo todo a la vez que nada y ahora el destino me pagaba con una condena de por vida. Ni tan siquiera en nuestro último encuentro, al amparo de mis amigos más íntimos y de la noche, fui capaz de tomarla y marcharme.
Hoy era ya demasiado tarde. Mis miedos y faltas me acompañarían ya de por vida. El banquete estaba pagado. Los invitados aguardaban la llegada de la novia y yo, de pie frente al altar junto a mi emocionada madre, estaba condenado al matrimonio. Adiós soltería, nunca te olvidare.