El bofetón resonó en toda la habitación
rompiendo la oscuridad. Bajo el foco la figura inmovilizada sobre la silla
recuperaba el equilibrio después del tremendo golpe. Una voz rugió desde donde había
procedido el golpe:
-Vas a confesarlo todo, ¿me has
entendido?
Solo obtuvo silencio.
La habitación era fría, muy fría. Como
si durante milenios el hielo hubiera ocupado sus muros, dejando la huella de su
tacto gélido. El letrado lo notó nada más entrar. Al fondo, en la penumbra que
ocultaba la esquina del cuarto se adivinaba la figura del acusado. Las semanas
de encierro no habían mellado su ánimo, que se resistía a rendirse. Su cuerpo
no decía lo mismo. Centenares de moratones y pequeñas heridas delataban que la
tortura no estaba penada entre aquellos muros. El letrado asintió. Conocía muy
bien los métodos de aquel régimen que les gobernaba, y nada le extrañaba ya. Simplemente
hizo un gesto al carcelero que rápidamente, casi sin dejar rastro de su
presencia, dejo una silla en el centro de la habitación, allí donde la luz todavía
era perceptible y cerró la puerta.
-Me ha sido asignada su defensa.
No obtuvo respuesta. Conocía aquellos silencios
como si fueran suyos. Él no era más que una pieza más del engranaje que permitía
que aquello sucediera, y aquel desgraciado no iba a ser ni el primero ni el último.
Una victima más que vestir con el hábito del verdugo para que la sociedad
continúe en su hastío emocional. Había visto
quebrarse resistencias similares tantas veces, que le parecía una eternidad. No
entendía como sujetos como aquel, con un futuro brillante, simplemente se
arriesgaban a perderlo todo por algo tan nimio. Pero eso no era su problema. Él
solo era un profesional, y le pagaban por conseguir las confesiones. Y era un
buen profesional. El mejor.
-La negación solo precede a la rendición.
No hay ningún clavo ardiendo.
No obtuvo respuesta. Se lo habían advertido.
El sujeto era de los más resistentes a los que se habían enfrentado. Había tolerado
incluso la visita de profesionales del golpe más que de la palabra. Él, casi
retirado de estos menesteres, era el último baluarte en que el sistema podía confiar
para continuar su marcha, con todo atado y bien atado. Sin sorpresas. Se sentó
en la silla y miró al sujeto. El rostro permanecía en la penumbra, pero no así
sus cicatrices. Eran con diferencia las más graves que había visto nunca, y no estaban
cicatrizando bien. Quizás aquel tipo en el fondo fuera un poco más duro que el
resto. Pero acabaría claudicando.
-El dolor es pasajero. Lo sé. Pero hay
un dolor que no termina nunca. ¿Sabes de qué te hablo verdad?
Continuaba el silencio. Simplemente era
el inicio. Seguía el manual al pie de la letra. Desconocía si ya lo habían usado
con el sujeto o era su primera vez, pero él confiaba en el método. No eran
pocos los que con esa sencilla pregunta, después de semanas de aislamiento y
malos tratos, se derrumbaban y confesaban su culpa. No obstante, aquel tipo siguió
sin emitir sonido alguno ni moverse. Si su pecho no hubiera oscilado con la respiración,
le habría parecido un cadáver.
-Puedes hacer que esto termine. ¿Lo sabes?
Había para quien esta pregunta marcaba
su límite. Hombres débiles o fuertes, no se media su hombría llegados a este
momento por esto, que preferían un final, cualquier final a continuar esta
tortura. No obstante, no parecía aquel tipo uno de los fáciles. Según le habían
contado, durante semanas aguanto todo tipo de golpes, vejaciones, operaciones y
torturas sin emitir un solo quejido o una sola desaprobación. Solo encajaba los
golpes y seguía ahí. Lejos de amilanar a sus carceleros, este silencio era
tomado como un desafío, con lo que la crueldad de sus actuaciones fue in
crescendo hasta que peligró directamente la vida del sujeto. Una cosa era
ejecutar a un falso culpable, y otra es que un sospechoso muriera en un
interrogatorio, por inhumano que fuera.
Se levantó. Había terminado su turno y
no había logrado ni una sola palabra del reo. Pero solo habían sido los
preliminares. No había lugar para sentimientos en aquellas cuatro paredes. Antes
de salir, tuvo una última frase:
-Es inútil que te resistas.
Durante días, continuo el estéril interrogatorio.
Sus palabras chocaban con la resistencia de un muro inquebrantable, que parecía
resistir todos los dolores que le infligían. No había palabra o frase que
cercenara la convicción del reo de que tenia razón. Tan solo el tiempo pasaba,
a la vez que su estado físico empeoraba. Hasta que un día, el que pareció
rendirse fue el interrogador.
-No puedo contigo, ¿no lo entiendes? Solo
puedes rendirte. No vas a conseguir más que dolor si sigues así. No hay otro
camino. Debes desistir en tu actitud. ¿Qué vas a conseguir? Lo has perdido
todo. Nada hay detrás de esta fría celda que te espere. Nunca conseguirás lo
que querías. El sistema te ha vencido como siempre vence. Solo un inepto podría
intentar otra cosa. Las cosas son como son. ¿No lo comprendes? ¿Por qué no
paras?
El reo por primera vez esbozó una
sonrisa, pero no dijo nada.
Durante dos meses continúo el asedio
moral al reo. Durante ese tiempo el letrado usó todo lo posible para minar su ánimo,
para derrotarle y lograr que cejara en su resistencia, pero solo la misma
sonrisa enigmática obtuvo por respuesta. Lo que en un principio fue un logro,
se convirtió en una tortura mismamente para el interrogador. Sentía que se reía
de él, que le menos preciaba. Su trabajo fue puesto en duda por sus superiores.
Él, que nunca había fallado, estaba siendo derrotado por un mamo trecho lleno
de cicatrices que era incapaz de rechistar cuando le torturaban, pero que no perdía
su sonrisa ni a base de golpes.
Finalmente, arruinado y desesperado,
el letrado perdió los papeles. Una vez a solas con él en su celda, cuando el carcelero los abandonó
cerrando la puerta como tantas veces, lo tomó por el cuello, le golpeo en la
entrepierna y lo levantó. Introdujo un arma que había camuflado entre sus
papeles en la garganta del prisionero, y amartillándola le gritó al oído.
-Escúchame estúpido: vas a rendirte,
no conseguirás nada. No lograras nada más que sufrimiento, pero no vas a
arrastrarme contigo. Estamos tú y yo solos aquí, y nadie más va a venir a
rescatarte. Solo te queda morir con un mínimo de rapidez, o pudrirte aquí donde
te han abandonado. ¿Vale la pena? ¿En serio crees que vale la pena? ¡Desiste!, ¡ríndete!
Lo lanzó contra la esquina, donde cayó
de bruces. Le costaba respirar por el esfuerzo de levantarlo, pero a pesar de eso
vio como el reo se erguía. Parecía más grande de lo que había imaginado. Intentó
levantar el arma, pero no pudo. Lo tomo con violencia y lo sentó en la silla. El
carcelero se había convertido en reo, y temió por primera vez por su vida. El arma
había caído de su mano, paralizada por el temor. El sujeto que durante meses
había estado inerte, muerto en vida, pero sonriente, acercó sus labios a su oído
y habló por primera vez en meses:
-¿Podría usted dejar de respirar si ya
esta muerto? Valía la pena, cada palabra, cada pensamiento y cada gesto. Valió la
pena sentirse vivo por una vez.
Le dejó allí. Le había vencido. Cuando
pensaba que iba a matarle y verter en él todo su rencor, simplemente volvió a
su rincón, tan oscuro, tan frío, tan lejano al calor humano dejando pasar el
tiempo. Tan solo mantuvo su sonrisa, esa sonrisa que le había sacado de quicio.
Y comprendió porque sonreía. Comprendió que mientras él era una pieza más del
engranaje, mientras que él se aferraba a una vida que no podía considerarse
como tal, aquel desgraciado, aquel condenado a morir antes o después, aquel hombre
lleno de cicatrices y que tanto había padecido y al que tanto le quedaba por
padecer, podía decir que había vivido. Y sintió pena por sí mismo.