dimarts, 10 de juliol del 2012

El reo.

El bofetón resonó en toda la habitación rompiendo la oscuridad. Bajo el foco la figura inmovilizada sobre la silla recuperaba el equilibrio después del tremendo golpe. Una voz rugió desde donde había procedido el golpe:
-Vas a confesarlo todo, ¿me has entendido?
Solo obtuvo silencio.

La habitación era fría, muy fría. Como si durante milenios el hielo hubiera ocupado sus muros, dejando la huella de su tacto gélido. El letrado lo notó nada más entrar. Al fondo, en la penumbra que ocultaba la esquina del cuarto se adivinaba la figura del acusado. Las semanas de encierro no habían mellado su ánimo, que se resistía a rendirse. Su cuerpo no decía lo mismo. Centenares de moratones y pequeñas heridas delataban que la tortura no estaba penada entre aquellos muros. El letrado asintió. Conocía muy bien los métodos de aquel régimen que les gobernaba, y nada le extrañaba ya. Simplemente hizo un gesto al carcelero que rápidamente, casi sin dejar rastro de su presencia, dejo una silla en el centro de la habitación, allí donde la luz todavía era perceptible y cerró la puerta.
-Me ha sido asignada su defensa.
No obtuvo respuesta. Conocía aquellos silencios como si fueran suyos. Él no era más que una pieza más del engranaje que permitía que aquello sucediera, y aquel desgraciado no iba a ser ni el primero ni el último. Una victima más que vestir con el hábito del verdugo para que la sociedad continúe en su hastío emocional.  Había visto quebrarse resistencias similares tantas veces, que le parecía una eternidad. No entendía como sujetos como aquel, con un futuro brillante, simplemente se arriesgaban a perderlo todo por algo tan nimio. Pero eso no era su problema. Él solo era un profesional, y le pagaban por conseguir las confesiones. Y era un buen profesional. El mejor.
-La negación solo precede a la rendición. No hay ningún clavo ardiendo.
No obtuvo respuesta. Se lo habían advertido. El sujeto era de los más resistentes a los que se habían enfrentado. Había tolerado incluso la visita de profesionales del golpe más que de la palabra. Él, casi retirado de estos menesteres, era el último baluarte en que el sistema podía confiar para continuar su marcha, con todo atado y bien atado. Sin sorpresas. Se sentó en la silla y miró al sujeto. El rostro permanecía en la penumbra, pero no así sus cicatrices. Eran con diferencia las más graves que había visto nunca, y no estaban cicatrizando bien. Quizás aquel tipo en el fondo fuera un poco más duro que el resto. Pero acabaría claudicando.
-El dolor es pasajero. Lo sé. Pero hay un dolor que no termina nunca. ¿Sabes de qué te hablo verdad?
Continuaba el silencio. Simplemente era el inicio. Seguía el manual al pie de la letra. Desconocía si ya lo habían usado con el sujeto o era su primera vez, pero él confiaba en el método. No eran pocos los que con esa sencilla pregunta, después de semanas de aislamiento y malos tratos, se derrumbaban y confesaban su culpa. No obstante, aquel tipo siguió sin emitir sonido alguno ni moverse. Si su pecho no hubiera oscilado con la respiración, le habría parecido un cadáver.
-Puedes hacer que esto termine. ¿Lo sabes?
Había para quien esta pregunta marcaba su límite. Hombres débiles o fuertes, no se media su hombría llegados a este momento por esto, que preferían un final, cualquier final a continuar esta tortura. No obstante, no parecía aquel tipo uno de los fáciles. Según le habían contado, durante semanas aguanto todo tipo de golpes, vejaciones, operaciones y torturas sin emitir un solo quejido o una sola desaprobación. Solo encajaba los golpes y seguía ahí. Lejos de amilanar a sus carceleros, este silencio era tomado como un desafío, con lo que la crueldad de sus actuaciones fue in crescendo hasta que peligró directamente la vida del sujeto. Una cosa era ejecutar a un falso culpable, y otra es que un sospechoso muriera en un interrogatorio, por inhumano que fuera.
Se levantó. Había terminado su turno y no había logrado ni una sola palabra del reo. Pero solo habían sido los preliminares. No había lugar para sentimientos en aquellas cuatro paredes. Antes de salir, tuvo una última frase:
-Es inútil que te resistas.
Durante días, continuo el estéril interrogatorio. Sus palabras chocaban con la resistencia de un muro inquebrantable, que parecía resistir todos los dolores que le infligían. No había palabra o frase que cercenara la convicción del reo de que tenia razón. Tan solo el tiempo pasaba, a la vez que su estado físico empeoraba. Hasta que un día, el que pareció rendirse fue el interrogador.
-No puedo contigo, ¿no lo entiendes? Solo puedes rendirte. No vas a conseguir más que dolor si sigues así. No hay otro camino. Debes desistir en tu actitud. ¿Qué vas a conseguir? Lo has perdido todo. Nada hay detrás de esta fría celda que te espere. Nunca conseguirás lo que querías. El sistema te ha vencido como siempre vence. Solo un inepto podría intentar otra cosa. Las cosas son como son. ¿No lo comprendes? ¿Por qué no paras?
El reo por primera vez esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.
Durante dos meses continúo el asedio moral al reo. Durante ese tiempo el letrado usó todo lo posible para minar su ánimo, para derrotarle y lograr que cejara en su resistencia, pero solo la misma sonrisa enigmática obtuvo por respuesta. Lo que en un principio fue un logro, se convirtió en una tortura mismamente para el interrogador. Sentía que se reía de él, que le menos preciaba. Su trabajo fue puesto en duda por sus superiores. Él, que nunca había fallado, estaba siendo derrotado por un mamo trecho lleno de cicatrices que era incapaz de rechistar cuando le torturaban, pero que no perdía su sonrisa ni a base de golpes.
Finalmente, arruinado y desesperado, el letrado perdió los papeles. Una vez a solas con él  en su celda, cuando el carcelero los abandonó cerrando la puerta como tantas veces, lo tomó por el cuello, le golpeo en la entrepierna y lo levantó. Introdujo un arma que había camuflado entre sus papeles en la garganta del prisionero, y amartillándola le gritó al oído.
-Escúchame estúpido: vas a rendirte, no conseguirás nada. No lograras nada más que sufrimiento, pero no vas a arrastrarme contigo. Estamos tú y yo solos aquí, y nadie más va a venir a rescatarte. Solo te queda morir con un mínimo de rapidez, o pudrirte aquí donde te han abandonado. ¿Vale la pena? ¿En serio crees que vale la pena? ¡Desiste!, ¡ríndete!
Lo lanzó contra la esquina, donde cayó de bruces. Le costaba respirar por el esfuerzo de levantarlo, pero a pesar de eso vio como el reo se erguía. Parecía más grande de lo que había imaginado. Intentó levantar el arma, pero no pudo. Lo tomo con violencia y lo sentó en la silla. El carcelero se había convertido en reo, y temió por primera vez por su vida. El arma había caído de su mano, paralizada por el temor. El sujeto que durante meses había estado inerte, muerto en vida, pero sonriente, acercó sus labios a su oído y habló por primera vez en meses:
-¿Podría usted dejar de respirar si ya esta muerto? Valía la pena, cada palabra, cada pensamiento y cada gesto. Valió la pena sentirse vivo por una vez.
Le dejó allí. Le había vencido. Cuando pensaba que iba a matarle y verter en él todo su rencor, simplemente volvió a su rincón, tan oscuro, tan frío, tan lejano al calor humano dejando pasar el tiempo. Tan solo mantuvo su sonrisa, esa sonrisa que le había sacado de quicio. Y comprendió porque sonreía. Comprendió que mientras él era una pieza más del engranaje, mientras que él se aferraba a una vida que no podía considerarse como tal, aquel desgraciado, aquel condenado a morir antes o después, aquel hombre lleno de cicatrices y que tanto había padecido y al que tanto le quedaba por padecer, podía decir que había vivido. Y sintió pena por sí mismo.