dijous, 8 d’octubre del 2015

El fracaso del socialismo agrario.



Es una noticia lamentable el cierre, quiebra o liquidación de una Cooperativa Agraria (también de cualquier otro tipo). El fracaso de un modelo alternativo al dominante no solo da alas al capitalismo más salvaje, que se abalanza sobre la producción mostrando colmillo y garras, si no que abandona a su suerte a los cooperativistas, un colectivo principalmente formado por trabajadores y productores. No obstante, las causas de dicho fracaso, además de las zancadillas recibidas por la competencia, ejemplifica otro grave problema: el fracaso del modelo socialista en entornos agrarios occidentales.
A continuación enunciamos los principios fundamentales formulados y actualizados por la Alianza Cooperativa Internacional para una cooperativa: libre adhesión, control democrático, gestión de los administradores, educación cooperativa, reparto de excedentes, integración cooperativa, preocupación por la comunidad…como observamos, aun sin desarrollarlos en su totalidad, pocos se corresponden con la situación actual de las cooperativas.

No por comentado y esperado deja de sorprender el caso de la Cooperativa Betxí-Export, como un ejemplo cercano a nuestra audiencia potencial, ubicada en Betxí, Castellón. No es el único, puesto que situaciones muy similares se dan a lo largo de todo el levante citrícola. Una cooperativa grande, construida desde la nada por trabajadores, poderosa, que inicialmente tuvo una gestión innovadora, lo que le permitió crecer, pero que murió de éxito: no pudo superar la crisis. Ese sería un análisis un tanto simplista e interesado, que solo respondería al interés de los culpables de su situación actual: quiebra y posible liquidación de su patrimonio. Pero no vayamos tan pronto con los culpables, aún no. Lo cierto es que tras sus éxitos económicos de los años ochenta y noventa del pasado siglo XX, se había sembrado, regado, injertado, abonado y finalmente recolectado el principio de su fin. Vayamos por partes y describamos cada una de estas características.

La semilla de la destrucción es la falta de mentalización por parte del cooperativista de en qué consiste una cooperativa, como deben funcionar y cuáles son sus beneficios, sus obligaciones y sus límites. Acostumbrados históricamente al funcionamiento supeditados a patronos, comercializadoras y “corredores”, el socio cooperativista en pocos momentos toma conciencia de su responsabilidad como “parte vital de su cooperativa”. Por el contrario, acostumbrado a la simplicidad (no por su condición de simple si no por la de accesible) del trabajo en el campo, intenta continuar con la comodidad del sistema anterior y abandonar sus responsabilidades inmanentes. Delega en supuestos profesionales (los gerentes) que son dependientes de una junta elegida de entre los cooperativistas más hábiles. Un sistema democrático en el que el cooperativista delega la toma de responsabilidad en un profesional fiscalizado y controlado por un grupo de cooperativistas, que vigila sus movimientos. Quizás un sistema perfecto, si perfectas fueran las personas, que no lo son. Son humanos. Lo cierto es que el sistema nace viciado por distintas causas: falta de formación del cooperativista (sobre todo en casos de personas muy mayores); desinterés de las nuevas generaciones (buscan trabajos más cómodos y seguros); falta de incentivos; confianza en la profesionalización de la gestión…a la larga, aparados por buenos resultados económicos, será el empleado (el gerente) el que capitalice las decisiones, ante el aplauso general de los socios cooperativistas, solo preocupados de sus campos y el precio del producto, y no de la gestión comunal del bien común: la cooperativa.

La semilla anteriormente descrita, es regada por un elemento que supone a la larga el fracaso del sistema cooperativista. El socio cooperativista no desarrolla una personalidad socialista de la economía, si no que se convierte en un pequeño propietario burgués, un ejemplo en miniatura de la figura social que anteriormente explotaba su fuerza de trabajo en beneficio propio: el latifundista. Este nuevo ser, que podríamos denominar capitalista cooperativo, mira con recelo el crecimiento de su colega cooperativista y más aún cualquier beneficio extra que pueda obtener de su misma organización cooperativa. Ante esta disyuntiva (que puede simplificarse en envidia) la cooperativa responde, auspiciada por la gestión del gerente, eliminando la mayoría de beneficios sociales que debieran desprenderse de su propia existencia para su sociedad.

La cooperativa solo genera trabajo poco especificado, sin necesidad de grandes inversiones. Debería preparar mejor su capital social. En lugar de promocionar entre sus socios ciertos beneficios sociales como puedan ser ayudas a la formación, becas de estudios o ayudas a la compra de los libros escolares de sus socios (son solo un ejemplo del poder real de la organización) obvia todas estas medidas e intervenciones en favor del mero resultado económico. Una de las consecuencias, quizás la más importante de esta situación es que la cooperativa solo genera trabajadores primarios: recolectores, manipuladores, envasadores…y no trabajadores cualificados de los tipos administrativos, comerciales, controladores de calidad. Como resultado, debe recurrir al mercado laboral común para cubrir los puestos más específicos, como son los necesarios para la comercialización de sus productos, entrando en competencia directa con los propietarios latifundistas, las comercializadoras y las agencias de compra venta. No obstante, esta competencia no es en igualdad de condiciones. A la larga, para poder competir en igualdad con estas empresas meramente capitalistas, la gerencia debe asumir cada vez más competencias, junto con un conjunto de trabajadores esenciales externalizados, con solo un interés: su cuenta de resultados. Es la prostitución del modelo socialista por el capital.

Los profesionales del mercado laboral común son el injerto, los que poco a poco convierten a la cooperativa en la viva imagen de lo que vino a sustituir. Con los años, el sistema se vicia todavía más, el cooperativista delega cada vez más la decisión en la gerencia, bien directa o indirectamente. Esta gerencia, siempre ansiosa de poder dada su nueva necesidad de competir de igual a igual con el resto de profesionales privados del sector, promueve además juntas dóciles, que pongan pocos reparos en sus medidas y apuestas, y por supuesto en sus salarios. El empleado toma control de todas las decisiones, ante la desidia general y el aplauso de la junta electa, promovida por el mismo. En la práctica, la cooperativa agraria se convierte en un feudo particular, en una nueva versión del sistema que vino a sustituir: el de patronos y agricultores. En lugar de generar una alternativa al sistema, se infecta del mal capitalista y pierde lentamente su esencia, sin levantar sospechas, ante la indiferencia de socios y de la sociedad.

Todo lo anteriormente descrito es ricamente abonado por una sucesión de eventos que, partiendo que no dependen directamente de la misma inacción del cooperativista, si incrementan su hastío. El entorno laboral, poco atractivo para los jóvenes, que prefieren con todo su derecho abandonar los usos agrarios por otras ocupaciones (incluso los de baja cualificación). El gerente, sin supervisión que acote sus atribuciones, se convierte en un propietario más, con sus mismos vicios y abusos y un gobierno despótico donde solo tendría que aplicar las decisiones de la junta. Una junta que, a medida que se crece el abandono se ve envejecido y donde no se ingresa savia nueva. Un mercado que, dado que las cooperativas no copan los puestos de influencia comerciales y por lo tanto dejan de dominar el canal de distribución, el que genera beneficios realmente, promueve la aparición de intermediarios y comisionistas, que generan un déficit para con los productores. La desconexión social, que produce que el pequeño propietario, desprovisto de su espíritu de clase, solo busque el beneficio propio cuando no la ruina del vecino para apoderarse de sus beneficios.

Es quizás esta falta de solidaridad colectiva la muestra más importante del fracaso del modelo socialista agrario en nuestra sociedad. Tan solo hay que ver el escaso arraigo de los sindicatos en las cooperativas. No solo hablamos de los sindicatos mayoritarios, bastante inoperativos hoy en día y que muestra sus propios síntomas de encallamiento y agotamiento, sino que incluso escasean los propios sindicatos propios. Las convocatorias de huelga, protestas, comités, reivindicaciones de derechos o salariales son escasas cuando no prácticamente inexistentes. Bien es cierto que también tiene mucha parte de culpa la mentalidad del cooperativista. Como ya hemos denunciado anteriormente, la mentalidad cooperativista no se ha desarrollado. No forma parte de ningún colectivo de iguales, si no que ha asumido en su totalidad, aunque a escala, los males del latifundista que debía sustituir para una mejora general colectiva: solo tiene ojos para sí mismo. El pequeño propietario no es solidario, no busca el bien común ni se preocupa de unos derechos laborales justos y retribuidos socialmente. La mentalidad de patrón se impone en abaratar costes para mejorar réditos económicos, falseando la realidad y provocando una causa más de la fallida del sistema. La frase “no hay peor patrón que el rojo” tiene aquí lamentablemente su máxima expresión.

Existe además un problema generado por la que podríamos definir como externalización del sistema de gestión y comercialización de la cooperativa. La innovación a largo plazo, que resulta poco rentable cuando el margen de resultados es corto, es poco atractiva para una gerencia y sistema comercial que necesita de resultados económicos a corto plazo. Además las industrias que realizarían dicha investigación son en la mayoría de casos externas, y vuelven a tener en sus necesidades la rentabilidad a corto plazo. Las pocas innovaciones están en manos de latifundistas capitalistas que pueden financiarlas, o en caso de ser accesibles, lo son cuando pierden su valor añadido (que podíamos simplificar en novedad, escasez y calidad). Estas actuaciones suelen ser vistas como perdidas de capital, de tiempo y en el peor de los casos como inútiles, cuando deberían resultar de vital importancia para competir con mercados emergentes, cuya mano de obra y costes de manipulación son muy inferiores, merced a una legislación social muchas veces inexistente.
Además existe la falsa idea que mayor número de producto es mejor, cuando la verdad es que tan solo un producto exclusivo, de inmejorable calidad y con un fuerte valor añadido puede generar un futuro para la agricultura. Buscar competir en condiciones de abaratamiento de costes y grandes cantidades de producto barato es la solución fácil a corto plazo, pero de escaso rendimiento una vez pasado el primer impacto: la progresiva reducción de costes y salarios solo va a generar peores condiciones para trabajadores y en último lugar para el socio cooperativista. La abundancia de producto de baja calidad solo va a realzar los productos que sí apuesten por el valor añadido.
Y naturalmente llega el momento de cosechar las consecuencias de todo lo anterior. Potenciado por la crisis general del capitalismo, de características cíclicas y que pone en jaque todo el sistema del bienestar, las cooperativas, debilitadas en su estructura interna, son presa fácil. Esta crisis genera además la vuelta de mano de obra, tanto cualificada como no cualificada, al sector agrario, que se ve como un remanso de posibilidades frente al fallo general del sistema productivo. Como respuesta, el proteccionismo se abalanza sobre unas sociedades cuyos socios hace mucho tiempo perdieron voluntariamente el control sobre las decisiones, y todo se magnifica: peores condiciones laborales, peores precios, peores remuneraciones, peores posibilidades comerciales… los intermediarios no pierden sus márgenes de beneficios, sino que incluso los incrementan, al controlar los canales de distribución. Toda la pérdida de valor de la mercancía repercute en el productor, que como consecuencia de la falta de implicación en el modelo socialista agrario, es el pequeño propietario. Las pérdidas se suceden campaña con campaña. Pero, como consecuencia de la mala gestión acumulada, los cooperativistas no deciden cambiar de gerente, como sería lógico, si no que abandonan la escasa protección que les ofrece la cooperativa debilitada, cayendo en brazos nuevamente del latifundista y el comisionista, volviendo al modelo que abandonaron al principio.

Quizás el análisis anterior pueda parecer un poco superficial, pero en conclusión, podemos afirmar que la responsabilidad del fracaso del socialismo agrario o del modelo cooperativista pertenece a grandes rasgos a tres sectores muy específicos. En primer lugar, y con un nivel de responsabilidad moderado, encontramos al capitalismo representado por el latifundista y el comisionista. Sin duda forma parte de su razón de ser eliminar otros modelos productivos, ya que entran en competencia directa con su ámbito de crecimiento y ponen en duda su misma razón de ser. La coexistencia pacífica entre ambos modelos es imposible, pues son en su mayor parte antagónicos. Además, el sistema capitalista se encarga de minar desde dentro, alentando los modelos de conducta capitalistas entre socios cooperativistas, el compromiso necesario para desarrollarse y competir.
Un nivel de responsabilidad más alto encontramos en los profesionales que externalizan muchas de las funciones que la cooperativa no genera a partir de su propio capital humano. Quizás los profesionales contratados no tengan el nivel de responsabilidad suficiente para culpabilizarles, puesto que simplemente son injertos del sistema capitalista en un ambiente cooperativista. Solo reaccionan a los estímulos del mercado (oferta-demanda-beneficio económico) según su condición y por lo tanto, deberían tender a eliminarse del sistema cooperativista (solidaridad-reparto de trabajo-sustento y calidad de vida) en la medida de lo posible. Es culpable sin embargo el gerente o los responsables de la gerencia. La tradicional falta de cualificación del trabajador agrario y pequeño campesino obligaba en el inicio del modelo cooperativista a la promoción, cuando no a la contratación, de dichas figuras. Entre sus objetivos no solo debía estar el conseguir beneficio económico, si no beneficio social y asentar el movimiento cooperativista. Sin embargo, por motivos que no entraremos a discutir en este artículo, como pusieran ser la necesidad personal o la falta de compromiso con el ideal cooperativista, el gerente o gestor de la cooperativa empieza a acumular poder dentro de la organización, llegando a formar ellos mismos las juntas que deben fiscalizar su tarea ante la permisividad y pasividad general del socio.

Si bien podamos culpabilizar a los dos elementos anteriores de dicho fracaso, no sería el análisis cierto según nuestra opinión sin nombrar al elemento necesario por encima de todo para la fallida general del sistema cooperativista: el socio. Un socio que no desarrolla la mentalidad necesaria y se queda anclado en patrones de conducta propios del sistema capitalista. Un socio que ve la gestión como un dolor de cabeza que le distrae de lo importante: trabajar sus campos. Un socio que pierde de vista el elemento solidario implícito en toda organización cooperativa, sustituyéndolo por el punto de vista del minifundista. No abandona la visión capitalista de la producción, si no que adopta principios socialistas para perseverar en la economía capitalista: no quiere sustituir la sociedad de clases, quiere medrar en ella. No debemos achacar sin embargo seguramente a la inquina para justificar este comportamiento. Nos encontramos en muchos casos con gente sencilla, con una educación defectuosa propia del régimen dictatorial nacional-católico imperante desde la Guerra Civil y nunca superado, si no olvidado con la transición. Una gente cuya máxima aspiración seguramente sea ver vivir a sus hijos en mejores condiciones que las que ellos tuvieron, y para los que la reflexión sesuda sobre el bien común en el día a día puede ser algo agotador tras una larga jornada de trabajo. Sin embargo es esa falta de cultura cooperativista o de desarrollo de una mentalidad socialista la que proporciona a los elementos anteriores el caldo de cultivo para destruir el sistema desde dentro y volver al tiempo anterior. Recordemos que es un sistema en el que tampoco han terminado de creer ni latifundistas, ni trabajadores ni siquiera los socios cooperativistas.

Quizás cuando el sistema latifundista capitalista vuelva a fallar, dentro de algunos años, con el resurgir del modelo cooperativista podamos llegar un poco más lejos en el mismo. Quizás la nueva ola de cooperativas que surja, cuyos miembros y socios pertenezcan a una generación más preparada a priori, al menos en algunos de sus individuos, el modelo pueda arraigar. Cooperativas que formen a sus trabajadores, que formen a sus comerciales, a sus sectores de calidad y a sus gerentes. Cooperativas que promuevan la investigación desde raíz, mediante becas y ayudas a la formación. Cooperativas que exijan a sus miembros una formación, y que al mismo tiempo faciliten la misma a quien no la tengan. Cooperativas solidarias, que ayuden al miembro que tenga necesidad y que al mismo tiempo, haga la vida mejor a sus sociedad. En definitiva, cooperativas que funcionen y no sean cotos privados de unos pocos con el esfuerzo de todos.